Augusto Roa Bastos: De la memoria a la promesa

Por Claudia González

Yo el Supremo (1974) es la obra cumbre del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005). Leerla, representa, quizás, la experiencia más motivadora y estresante que cualquiera de nosotros puede tener. Mucho se ha escrito sobre este texto que no termina de encontrar un lugar exacto en el sistema de clasificación genérica a la que nos tiene acostumbrados la crítica literaria, justamente, porque el no tener un lugar le asigna todos los lugares. Yo el Supremo es novela y poesía, compilación y copia, historia y literatura, audacia y, a la vez, una tímida expresión de la profunda humanidad y sorprendente madurez de una de las voces más representativas de América Latina: la de Augusto Roa Bastos. La misma que ha dado al mundo El naranjal ardiente. Nocturno paraguayo (1947-1949), El trueno entre las hojas (1954), Hijo de hombre (1960), El baldío (1966), Moriencia (1969), El pollito de fuego (1974), Las culturas condenadas (1978), Vigilia del Almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1994), Madame Sui (1995), Metaforismos (1996), por citar algunas de sus obras.

¿Qué decir sobre Augusto Roa Bastos que pueda deslindarse del discurso académico y reflejar esa mirada inclinada hacia el sol que lo caracterizaba?

Existen estudios que se han realizado sobre el conjunto de obras de este escritor. Sin embargo, dicho conjunto sigue siendo una isla desconocida para lo que implica el tamaño de su territorio. Figura en los mapas literarios casi en su inhóspita superficialidad. Difundir y actualizar al lector sobre la riqueza de su multiplicidad, es todavía materia pendiente. Podríamos decir que la admiración de su obra es el privilegio de una fauna literata minoritaria. Entorno a ella hay una especie de círculo de resistencia que, entiendo, se debe más a esa barrera injustificada que nos lleva a considerar que fuera del “boom” no hay otro panorama que abordar en el ámbito de nuestras letras latinoamericanas. Por ello, ahondar en la obra de Roa Bastos es responder al llamado de una marginalidad que nos invita a superar esta barrera. Trascender esta frontera es un acto de osadía y todo acto de esta naturaleza no puede ser sino un acto de amor.

Por lo tanto, “amor” es la palabra que escojo para escribir aquí sobre mi maestro. De allí que, las siguientes líneas, no pretendan otear el horizonte teórico de su trayectoria literaria sino más bien la condición fundamental de un ser humano que ha sido amado, que ha aprendido a amar y que ha enseñado a amar.

¿Qué es el amor?, y ¿cómo vivir con este sentimiento a cuestas? Este era uno de los puntos más recurrentes a los que Roa y yo llegábamos, sin posibilidad de resolver el enigma, en nuestras animadas conversaciones en medio de los trabajos de corrección de estilo de una página u otra.

Conocí a mi maestro estando en Italia cuando, para cumplir con los requisitos pre-graduatorios que me exigía mi universidad, decidí hacer una tesis sobre Hijo de hombre. Para cuando llegó el gran día, en el que me recibió en persona en la casa de su hermana Manení, en Asunción, en uno de los viajes a Paraguay en el que ambos coincidimos (95/96), yo lo “sabía” al derecho y al revés. Logré hacerme de una bibliografía importante sobre su obra, me la había leído toda y tenía la tesis muy avanzada. En aquella ocasión, la emoción de tenerlo frente a mí iba más por el lado de ajustar algunos detalles técnicos sobre su novela que “encontrarlo” realmente. Luego, mi perspectiva cambió. No dejé de discutir con él elementos que hacían al andamiaje literario de su obra, pero me abrí a la posibilidad que me ofrecía el destino de conocerlo. El ser humano Roa Bastos se manifestó ante mí como un personaje mucho más interesante que cualquiera de los que surcan sus páginas narrativas.

Recuerdo que a primera vista logramos hacer un “clic” espontáneo y natural que se consolidó en una amistad hermosa, basada en la renovación de un lazo afectivo entrañable que él tenía con mi abuelo paterno. Ambos crecieron juntos en un pueblo del tierra adentro paraguayo (Iturbe) y las anécdotas que Roa me contaba sobre las travesuras que compartieron juntos eran muy ocurrentes. Entre otras situaciones, mi maestro recordaba, con cierta envidia, la capacidad que tenía mi abuelo de comerse, de un jalón, más de una docena de huevos duros ante la mirada atónita de sus amigos. Esta “revelación” se convirtió para él en un episodio casi mítico y, a la vez, en un motivo de frustración ya que, en su condición de contrincante, a la mitad del tercer huevo duro su pequeña garganta se le atragantaba de incapaz y le hacía quedar en ridículo ante los demás. Roa trataba de disimular su enojo por esa miniatura en la que quedaba reducido ante el fortachón de mi abuelo sin imaginar que, en futuro, le habría ganado batallas mucho más importantes.

De estas y otras anécdotas nos reíamos juntos y disfrutábamos recordándolas. Había veces, porque Roa era muy simpático cuando quería serlo, en que repetía la misma escena con gestos, figuras y piruetas hilarantes. Y seguíamos riéndonos por largos minutos más. De aquí una de sus enseñanzas más básicas: saber reír y sonreír. Aprendí a amar la alegría y la tristeza, el poder curativo del reírse de uno mismo, la importancia del otro en nuestras vidas y la oportunidad que todos tenemos de compartir historias que hacen que nuestras infancias sean, realmente, un conjunto de momentos inolvidables.

Entonces, ¿qué es el amor? Entre otras cosas, es aprender a sonreír. Aprender a valorar, como decía Roa, que “lo esencial radica en lo más simple”. (Metaforismos: 1996: 26) Nunca pensé que de algo tan cotidiano como el recuerdo mismo podría tener yo el privilegio de conocer a Roa en una dimensión que no aparece en los textos que se han escrito sobre él y su obra. Manení, una de sus hermanas (porque ellos fueron cuatro: Mimí, Manení, Lucio y Augusto, al que llamaban Totí), me comentó que de niño era igual: ocurrente y curioso, a veces taciturno y, otras, una explosión de cascabeles fuera de control. Un perfecto geminiano, dos en uno, debatiéndose entre la armonía y el colapso, la euforia y la depresión. Al final de sus días, incluso se volvió un filántropo de la escritura y un asiduo de la soledad porque, hasta donde yo sé, su editor paraguayo a duras penas le pagaba sus derechos de autor y el médico que se posesionó de él, abusando de su práctica psiquiátrica y aislándolo del resto de sus amigos, obtuvo tantos beneficios de esa relación como el boticario donde compraba los medicamentos para sedarlo.

Filántropo de la escritura, Roa Bastos sigue vivo después de cuatro años de su partida. Su literatura es un mosaico de escenarios paraguayos que destilan, como diría Hugo Rodríguez Alcalá, una intrahistoria narrada desde la visión conjunta de una multiplicidad de actores, colores, música, mitos, folclore y situaciones que expresan una locura sin igual: la locura de la vida, de la violencia, del deseo, de la muerte y de la esperanza. Sobre todo de la esperanza en la posibilidad de una nueva “isla rodeada de tierra”. De una Lámpara en el trópico, en la que “Un ojo enciende rostros y ciudades / donde no hay más que un torbellino opaco; / y en la corteza herida del tabaco / humean la pasión y las edades. / Piel de guarania y voz de tempestades / pueblo de la canción, de donde saco / este color agreste de mi saco / roto por la presión de sus verdades. / Vibra una esquirla en sus profundos ojos / caída de algún alba que se prende / más allá de sus cálidos despojos. / Mientras el fuego en su cabello canta / de su fulgor el día se desprende / y en su mano la tierra se levanta.” (Poesías reunidas: 1995: 140)

Roa fue, sin duda alguna, un ser adorablemente egoísta porque hasta donde pudo se aferró a su pluma como quien se aferra a una tabla de salvación para rebelarse a la posibilidad de naufragar en la incertidumbre o quedar entumecido por la costumbre, la rutina o la inercia. Por inercia, los pueblos olvidan su memoria. Roa iba contra esto. Por costumbre, los pueblos aprenden a callar, aún en las sociedades más democráticas. Imaginemos la dificultad de uno como el paraguayo para sobreponerse a ello luego de tantos años de férrea dictadura. Con la rutina, fácilmente se disipa el delirio de libertad y esa fe en el ser humano capaz de generar nuevos acontecimientos. Y a Roa le aterrorizaba esto: que el Paraguay no saliese de esa espiral de sometimiento y desazón, corrupción y zozobra aún teniendo la plena conciencia de que si hay un pueblo cuya característica notable es el espíritu heroico y noble, ese es el paraguayo. Ese pueblo al que Roa dedicó el segundo poema de Nocturno paraguayo que dice: “Cómo asir esta espina de fuego / incrustada en el alma. / Cómo decir, contar o responder / a preguntas vacías / entre el exasperado desorden / y el inaudible grito que aún nos hiela / la sangre, / que hubo una vez entre palmares y siglos / y jazmines / un país de rocío, una isla de tierra / rodeada de tierra, / el corazón purpúreo de América / del Sur. / La fiebre de los meses manando / por los poros / mancha con un sudor sangriento los pañuelos / que uno lleva a los ojos. / Cómo sin que se caigan a pedazos los labios, / explicar por ejemplo, / que hay cabelleras blancas sobre cabezas / núbiles / y pulmones que aúllan a la muerte / y ojos adolescentes ya de rescoldo y tierra / tiritando apagados / en el fangoso tremedal de los esteros / o bajo el párpado de piedra de las cárceles / llenas hasta los bordes / de su agua humana hambrienta y sedienta. / Lo que agoniza y sufre tiene letras terribles, / entrañas como dientes / y follajes de nervios, / páginas que nos queman la mano, el ojo / el ánima. / Cómo escribir entonces un reflejo sombrío, / dibujar una boca / que hable y diga y cuente desde el fondo / del pecho / lo que está allí enterrado / bajo espesas cordilleras / de blasfemia y suspiro. / Nada más que la luna / sobre los grandes ríos, / sus pómulos cobrizos, sus profundas ojeras / de pantano y de fiebre; / un pueblo entero entre los bosques / y el silencio / su argamasa espectral empañando / los árboles. / Y esta resina fresca de los muertos / que aprenden a beber a sorbos largos / su lenta eternidad de raíces calladas / chupando en nuestras llagas / su vid de vida, su hiel infiel, / nutriendo en nuestros ojos / su mirar necesario / y final.” (Poesías reunidas: 1995: 127-129)

Roa creía en el milagro humano como creía en la hermosura del cielo estrellado de su tierra guaraní, de su país de rocío, fuego y esteros. Hablaba de renovaciones posibles, reales y necesarias. No era raro recibir una llamada suya para salir a caminar entre las verduleras o yuyeras[1] del Mercado 4 y esculpir sus sueños de una patria nueva en una ronda amigable de tereré[2], en una conversación cuyos fragmentos de sabiduría y filosofía popular no llegan a la altura de lo que nos enseñan en las escuelas. La sobrepasan.

Él creía en el acontecimiento y escribía convencido que “los mayores [de estos] tienen a veces orígenes muy modestos y hasta ocultos”. (Metaforismos: 1996: 68). ¿Qué podía aprender yo en una caminata similar? A amar. ¿Qué más? A amar. A amar las virtudes y contradicciones de ese país, la energía de su bullicio particular en el que se cruzan, a diario, cientos de milagros posibles. A amar la irrupción de la fugacidad, la reflexividad del pensamiento, la anatomía de todo sentimiento en su paradoja y su vulnerabilidad.

Durante aquellos paseos, la gente se amontonaba alrededor de él. Quería verlo, escucharlo. Quería tocarlo y agasajarlo. Salíamos cargados de regalos: un kilo de papas por aquí, dos kilos de mandioca o yuca por allá. Un poco de cebolla, ajo y lechuga en un rincón de la canasta y algunos yuyos que, le decían, facilitarían el buen trabajo de su corazón para que viviese muchos años más.

Cuando lo dejaba de regreso en su casa, veía a mi maestro completamente enamorado. A cada retorno de ese encuentro mágico con la gente, él se volvía a enamorar de su país, de la vida que fluía por sus calles, barrios y campiñas y alzaba el vuelo hacia nuevas aventuras literarias. Alcancé a leer algunos fragmentos de piezas inéditas que hoy se han perdido. Lamento no haber tomado registro alguno de ellas. ¿Cómo hacerlo sin profanar su templo, su intimidad de escritor? Si él hubiera decidido publicarlas, hoy estarían al alcance de todos. Por ello, creo que merecen el respeto de mi olvido.

Cuatro años han pasado desde que, estando yo en Lima con mi familia, recibí la noticia de su deceso. Me resulta difícil hacerme a la idea. Todavía tengo que consultar mi agenda cuando me preguntan la fecha de su muerte. Soy menos renuente a hablar del día de su nacimiento. Una parte importante de la historia de mi vida existe en amalgama con la de mi recordado maestro. El mundo que ahora él explora es desconocido para mí y, sin embargo, sé que está allí porque es la promesa de un nuevo encuentro.



[1] Las yuyeras son las vendedoras de yuyos o hierbas medicinales que tienen sus puestos en el Mercado 4. Un mercado muy típico de Asunción.

[2] Es el mate frío que los paraguayos acostumbran a tomar en verano para calmar la sed.

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