Una nueva lectura de Los ríos profundos (1958) me ha permitido revisar, aunque sea someramente, algunos de los puntos que considero importantes en la literatura política del siempre recordado escritor peruano José María Arguedas (1911-1969), cuya obra mantiene aún un enorme interés en los lectores por la policromía semántica, la complejidad y el espíritu de lo peruano que la anima.
Partir de lo antagónico y construir una unidad simbólica no es tarea fácil. Sin embargo, Arguedas lo logra en Los ríos profundos en base, entre otros aspectos, a ese compromiso sincero de integridad que mantuvo consigo mismo y a esa vocación literaria que lo llevó a comunicar en sus letras, desde una perspectiva singular y casi primitiva, aquello que para él surgía como un universo penetrable y quemante: el Perú… su Perú.
Hay una dualidad comunicante a nivel de lo biográfico, lo social, lo geo-histórico, lo cultural y lo lingüístico que surca Los ríos profundos y que la marca desde dentro en ese camino que se traza hacia la unidad simbólica. En esta ocasión nos centraremos solamente en los dos primeros aspectos.
Hablamos de dualidad pero ¿qué implica este concepto? Según algunos críticos como Seymour Menton y Roland Forgues, toda dualidad es producto de la fusión de tendencias antagónicas y oposiciones a partir de las cuales se expresa la diversidad. En otras palabras, lo dual es en sí una diversidad que conserva su derecho a ser diferente aún en una estructura unitaria. Es una fusión bipolar, un otro en uno, un uno en otro. Parafraseando a Antonio Machado, podríamos decir que en toda unidad hay una incurable dualidad y viceversa. Por otra parte, filosóficamente hablando, el concepto de unidad alude a lo que es en sí uno e indivisible y, en cuanto tal, representa la superación de los contrarios y, sin embargo, para expresarse requiere de ellos que son su negación.
Empecemos por el nivel de lo biográfico. En la novela surge una serie de oposiciones que aluden a aspectos biográficos que refieren la singular posición de Arguedas en cuanto peruano y en cuanto escritor. Él es un individuo escindido entre dos raíces que lo unen a universos distintos y, como escritor, tiene conciencia de esta escisión y la reflexiona como parte de un problema que no es solamente suyo sino de muchos que como él son seres escindidos por una dualidad sin precedentes.
Arguedas tienen conciencia de sí como lo que es, un individuo y un escritor amarrado a dos raíces ancestrales: la quechua y la española. Ser dos y uno a la vez no es un problema menor. Sin embargo, el contraste y el encuentro entre ambas culturas será fundamental para su obra y su madurez personal, a la vez que será uno de los puntos de anclaje de la estructura dicotómica que está a la base de la singularidad de su perspectiva y que, además, le provee a su obra de un dinamismo y sentido de heterogeneidad que enriquece la narración de voces, silencios y significados que se despliegan en ella.
Por lo tanto, un primer ejemplo de composición dual que advertimos en la obra surge, justamente, de la unión y, a la vez escisión, que marca la vida y la escritura de Arguedas.
Nuestro escritor nació en Andahuaylas en 1911. Proveniente de una familia de hacendados, predominantemente blanca (lo-no-indio), nutrió desde muy pequeño sólidos lazos sentimentales con los indígenas (lo-no-blanco), con quienes aprendió el quechua, es decir, se hizo de una lengua, y construyó un amor hacia aquello que ellos representaban y significaban. Esta relación con la comunidad y la cultura indígenas hizo que Arguedas acunara en su corazón la causa de ellos y la expresara con vehemencia en su novela.
El proceso de unión y escisión es casi simultáneo en la vida de Arguedas. Deja y toma, evita y absorbe, descarta y traduce, excluye e incluye, rompe y construye casi al unísono. Se ve envuelto en un torbellino cuyo movimiento desencadena y encadena asimilaciones que lo interpelan y sostienen en ese proyecto de armonización y rupturas que define su vida y su obra. Un proyecto que, en el orden de lo biográfico, toma conciencia de una determinante oposición y a pesar de ella se asienta en lo indígena para construirse un refugio propio, único e indivisible; y que en el orden de lo literario, hace nido y procrea una nueva palabra para decir algo con solidez acerca de lo peruano y su expresión narrativa.
Arguedas hace de lo antagónico un lugar común para crear una novela singular como Los ríos profundos, dotando a su proyecto de una estructura unitaria y múltiple que refleja la complejidad de una visión nueva que aglutina lo diverso. Hay una intimidad entre lo antagónico y el deseo de unidad que recorre la novela así como la vida de nuestro escritor. En esta intimidad, la confrontación de las realidades no responde a un derrotero romántico en el que Arguedas podría estar denunciando aquello que conocemos como el típico enfrentamiento entre “civilización” y “barbarie”. Hay en él una consciencia de ser y estar en esta confrontación en la que hay un otro (el indio, lo que él no es y, sin embargo, reconoce como parte de su ser) que ocupa un lugar en eso que se pretende comprender como lo peruano y que también tiene una voz propia, que es distinta, que es común, que es una en muchos.
Sumergido en la explotación, la opresión y la miseria este otro convoca a Arguedas a una unidad hecha de dos. El primer habitante del alto territorio peruano lo invita a descubrir la maravilla de este origen propio y apela al reconocimiento de su diversidad y su unidad en cuanto tal. Lo invita a ser partícipe de un acto singular de rebelión y lo reconoce como parte de su comunidad. Arguedas tiene consciencia de esto y cree en el potencial de este pueblo. Cree en el potencial de esta dignidad indígena que muchos de sus coetáneos pretenden dejar afuera de un proyecto nacional común para todos los peruanos. De allí que asuma con conciencia crítica la presencia real de una dicotomía social capaz de ser expresada en toda su violencia y capaz de ser liberada en una rebelión vital para la creación de un nuevo orden incluyente, para todos.
En este sentido, y para analizar el segundo nivel de antagonismos y el recorrido hacia la unidad, el capítulo VII titulado “El motín”, es clave. Es uno de los ejemplos más lúcidos de lo que se conoce como la conciencia crítica arguediana.
Este capítulo trata, dice Dorfman, de “la rebelión de un grupo de chicheras, que han de repartir la sal sustraída por la hacienda y desafiar al jefe espiritual del pueblo, el Padre Linares, […]” (1980: 110). La crónica lineal del capítulo desarrolla esta trama referida por Dorfman. Sin embargo, hay algo más que pasa aquí y que no tiene que ver solamente con recuperar la sal que por derecho natural les corresponde. El acto de “recuperar la sal” está simbolizando algo más.
Doña Felipa, la líder de las chicheras, al enfrentar al sacerdote poniendo en duda su autoridad moral, demostrando ante su pueblo el doble discurso de éste como el de los otros poderosos que oprimen a los de su raza, está poniendo en duda la pertinencia de un sistema. Los indígenas no son los oprimidos. Es decir, el que el sistema los haya definido como tales no significa que lo sean. Doña Felipa reivindica la dignidad de su origen y la libertad de su ser indígena. Como dice Dorfman, doña Felipa se subleva en nombre de los valores que están representados potencialmente por los desposeídos y marginales (1980: 113). De la dicotomía entre explotadores y explotados, Arguedas crea con esta figura el punto de unidad y constitución simbólica de una nueva visión del pueblo peruano. El personaje de doña Felipa instala la función de la “repartición” y en la repartición el de la “unificación”. Ella es la Gran Madre Repartidora (Dorfman, 1980: 113). Es la que recupera y comparte, la que reivindica los principios ancestrales de comunión de los que está hecho el Perú de Arguedas.
Arguedas tiene fe en el acto singular de la revolución social de los de abajo. Cree en la voz del “¡Manan!” de doña Felipa. Una voz que, a diferencia del “¡Manan!” del pongo , está hecha para ser libre. Hay testigos de este llamado. Uno de ellos es Ernesto, el personaje principal de la novela, y también está el mismo Arguedas para quien todo peruano está llamado a ser testigo y partícipe de este nuevo “¡Manan!”.
Nuestro escritor hace aquí una apología de esta nueva sal que nos viene dada por el personaje de doña Felipa. Es la sal de la vida. De una vida que trae implícita el deseo de recuperación de la dignidad de lo indígena. De allí que doña Felipa simbolice aquí a la que da la sal como la que da la vida. Ella es el punto de inflexión donde lo antagónico da paso a la unidad y se reconstituye una imagen de lo peruano como uno y muchos.
Aún cuando el personaje de doña Felipa y se constituya en este punto de unidad que acapara nuestra atención, en el recorrido de la novela vemos surgir otras figuras antagónicas a esta que son también muy importantes para la comprensión de lo que nosotros entendemos que se está gestando como un nuevo proyecto de lo nacional desde la mirada arguediana. Por ejemplo, la figura del pongo.
El pongo es un personaje que está totalmente en oposición al de doña Felipa. El pongo representa aquí el símbolo de la esclavitud y de la negación de lo indígena. Es un ser marginal que vive en la hacienda de un misti. Si doña Felipa es el punto de humanización de la figura del indio andino, el pongo es el signo más extremo de la deshumanización del indio en la cultura peruana. Es un sin nombre, sin identidad. No reclama ningún lugar, no reivindica ninguna comunidad. Representa lo que el indio no debe ser. En cuanto tal, no es advertido directamente. Si no fuera por la mirada de otro personaje que recae sobre él, el pongo pasaría inadvertido por nosotros como pasa para la sociedad en la que se inserta. Como opuesto de doña Felipa es un personaje sumamente importante. Sin embargo, Arguedas le da una vuelta de tuerca a la presencia del pongo en el relato y lo catapulta como lo-que-no-debe-ser al hacerlo visible para Ernesto.
Ernesto, el testigo ocular de lo que acontece en la novela, es el personaje que hace visible al pongo y pone el dedo en la llaga de aquella sumisión y marginalidad a la que es sometido el pueblo más cercano a los afectos del escritor.
La mirada de Ernesto pasa a ser, en este sentido, la mirada de esa conciencia crítica arguediana que denuncia una situación imposible de sostener y nos convoca a la reflexión. Ernesto es el personaje que lleva el drama por dentro porque puede ver. Él es testigo de lo acontece a lo largo y ancho de Los ríos profundos. Ve la explotación, toma partido en la insurrección, pide perdón por la opresión. Situado constantemente entre los elementos que se oponen entre sí, reclama por la unidad que Arguedas pretende fundar a partir de la denuncia social que abandera en contra de la condición del indio sometido al otro que lo desconoce en cuanto ser provisto de una identidad y dignidad propias.
Ernesto es testigo y vehículo de este deseo de transformación social, política y cultural en el contexto peruano. Y, además, es un agente activo en la lucha ya que toma partido a favor del motín de las chicheras porque, al igual que el escritor, cree en la fuerza de los de abajo. Ha visto con sus propios ojos la claridad de sus reivindicaciones, la ecuanimidad de sus actitudes, la humildad de su presencia colectiva. Tiene fe en ellos y cree que esa es la comunidad de la que surgirá el verdadero rostro de ese indio que al reivindicar su lugar surge como potencial de un nuevo proyecto nacional.
El personaje de Ernesto, por lo tanto, funge como mediador de lo antagónico y, al mismo tiempo, como expresión de lo que se conoce como la utopía arguediana. De hecho, en cuanto tal, Ernesto es el que ocupa el lugar del “entre”. Es el que está entre las dos culturas, es el que atestigua lo que sucede, es el que toma conciencia de los abusos y los denuncia (al ser el único personaje que pide perdón a la opa se expresa abiertamente como conciencia crítica), es el que funge de puente entre los antagonismos existentes. Antagonismos que, al parecer, serían irreconciliables fuera de la mirada utópica arguediana. Sin embargo, ¿es realmente utópica esta mirada que pretende construir una unidad considerando el valor de la diversidad?
Uno de los puntos más importantes de la discusión del problema de la condición de lo peruano radicaba para Arguedas en la preservación de la diversidad, de lo uno en lo otro y su posible comunicación. El nuevo indio era parte de una mirada de esperanza más que de una utopía. Un nuevo ser asimilado por el resto y, sin embargo, anclado a su origen como se puede anclar un árbol a su raíz. Un ser que pudiera estar más a nivel de la interacción que de la exclusión. ¿Cómo fundar un país en el olvido del otro que es parte de mí? Esto era fundamental para Arguedas.
El Perú, en este sentido, para él no podía ser sinónimo de abandono, cerrazón y negación ante la transformación. Arguedas creyó en su país y en la gente de su país como creemos todos en la llegada del día luego de la noche, como creemos todos en la posibilidad real de lo que existe y es. Para él, lo peruano siempre fue sinónimo de renovación, de dinamismo, de un ciclo que en su movimiento genera cambios y avanza hacia adelante. Y en esta situación la inclusión es una condición, sin diferencia alguna, sin que la civilización se oponga a la barbarie ni que estas categorías se establezcan siquiera como atisbos de una significación vacía.
La indiada para Arguedas representaba la clase de peruanos capaz de subvertir el orden lo establecido y propiciar la llegada de algo nuevo. Un ejemplo de esto lo podemos ver en el capítulo XI, “Los colonos”, en el que se narra la toma del pueblo por parte de esta indiada. La misma que obliga al sacerdote a celebrar misa buscando así derrotar la peste que azotaba a las comunidades. Arguedas escribe que esta indiada tomó el pueblo de una manera pacífica, ordenada y alegre: “Hice el ramo de lirios en la plaza. Los colonos no los habían pisado. No debieron desbordarse en el parque. Marcharían fúnebre y triunfalmente, en orden” (Los ríos profundos, 260).
Ningún rastro negativo ha quedado en el pueblo de este paso de los indios por sus entrañas. Al contrario, la poética arguediana le otorga a este “paso” una función purificadora. La penetración en el pueblo por parte de la indiada es un símbolo de purificación. Lo que, erróneamente, viene definido como bárbaro en otras poéticas, en la arguediana se catapulta hacia lo mítico y ritual, hacia la pureza. En el proyecto de Arguedas no hay un Perú de bárbaros y civilizados aunque para la construcción de su argumento se base en antagonismos que para él son evidentes en la realidad peruana de su tiempo.
Según Roland Forgues, “la estructura narrativa del universo novelesco arguediano […] no dejará de descansar en la oposición dominante/dominado que caracteriza a toda sociedad dividida en clases” (1989: 89). Sin embargo, la fe que tiene Arguedas en la comunicación de los opuestos trasciende esta oposición y va en busca de la unidad en la construcción de símbolos que pudieran significar por sí mismos, que tuvieran su propia fuerza, que no dependieran de un discurso ajeno para establecer sus respectivos lugares.
En otras palabras, símbolos que traduzcan la existencia real de una manera de ser semejante y distinta válida para todos. Símbolos que inician representando el carácter antagónico que se denuncia en la novela y terminan construyendo la unidad de los opuestos en base a una potente convicción de que esto, como proyecto de nación, es posible en un pueblo como el peruano.
Arguedas siempre creyó en la construcción de una nueva realidad para el Perú. Una realidad que no pasara por la occidentalización de lo indígena. González Vigil, diría refiriéndose a esto, que el realismo arguediano pasa por “una visión que no es la occidental moderna. Él siempre se proclamó realista, defendió que sus libros retrataban la realidad, pero una realidad que integra lo objetivo y lo subjetivo, los datos empíricos y los niveles arquetípicos de la perspectiva mítica” (1995: 49). De allí que, a nuestro modo de ver, resulte hasta ofensivo tildarlo de utópico. Al hacerlo, estaríamos vaciando de contenido su palabra, estaríamos quitándole profundidad a sus ríos, restándole validez a su lucha, silenciando el canto de su zumbayllu.
Bibliografía
Arguedas, José María. Los ríos profundos. Buenos Aire: Losada, 1958.
Dorfman, Ariel. “Puentes y padres en el infierno. Los ríos profundos”. En Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Nro. 12. Lima, 1980.
Forgues, Roland. José María Arguedas: del pensamiento dialéctico al pensamiento trágico. Historia de una Utopía. Lima: Horizonte, 1989.
González Vigil, Ricardo. “Introducción”. En Los ríos profundos. Madrid: Cátedra, 1995.
Menton, Seymour. Caminata por la narrativa latinoamericana. México: Fondo de Cultura Económica, 2002.
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